miércoles, 19 de mayo de 2010

Identidad fragmentada: México trans-fronterizo, sicarios pos-mexicanos y la conciencia del agravio


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Identidad fragmentada: México trans-fronterizo, sicarios pos-mexicanos y la conciencia del agravio


Los orígenes de esta descomposición podemos rastrearlos a principios de la década de los noventa cuando en un contexto de triunfalismo económico y de panegírico de las bondades de una posible integración norteamericana, se planteaba la necesidad de aprovechar la cercanía con los Estados Unidos para alentar un crecimiento económico y dotar de oportunidades a la población empobrecida de la frontera


México, DF.- En el segundo centenario de la nación mexicana, la identidad, que se supondría elemento cohesionador del Estado político nacional, se encuentra fragmentada, derruida, dispersa a lo largo de un territorio nacional cada vez más extraño a sí mismo. El país se encuentra dividido en pequeños feudos que cuando no son controlados por los capos del narcotráfico son dominados por caciques estatales que imponen su ley sin contrapeso alguno que les haga frente.


En efecto, vivimos una era signada por la proliferación de los poderes fácticos, y este hecho plantea no solo un elemento contradictorio en el discurso político que intenta demostrar fehacientemente que vivimos en un supuesto régimen democrático, sino que evidencia también el fracaso de un Estado que ha fallado en el objetivo fundamental de garantizar la seguridad a su población y de ejercer el monopolio legítimo de la violencia y del territorio.


Los orígenes de esta descomposición podemos rastrearlos a principios de la década de los noventa cuando en un contexto de triunfalismo económico y de panegírico de las bondades de una posible integración norteamericana, se planteaba la necesidad de aprovechar la cercanía con los Estados Unidos para alentar un crecimiento económico y dotar de oportunidades a la población empobrecida de la frontera.


Ciudad Juárez se erigió entonces como el prototipo de urbe que sería el centro de una recomposición cultural y económica que pasaba por la implantación de centros de trabajo permanentes denominados “maquiladoras”, que a pesar de haber surgido a mediados de la década de los sesentas como un sustituto ante la desaparición del programa Bracero que ofrecía un empleo temporal en los Estados Unidos para los campesinos migrantes, tuvieron una reimplantación significativa y simbólica en la era del Tratado de Libre Comercio.


Las maquiladoras tenían la función de ofrecer trabajo a las mujeres de la frontera para que mediante su mano de obra barata confeccionaran distintos tipos de artículos domésticos como radios portátiles, prendas de vestir, etc., que posteriormente serían comercializados por las empresas trasnacionales en el extranjero.


A la par, la idea de asentar maquiladoras en la zona fronteriza del territorio nacional buscaba detonar la productividad tecnológica en el país, así como detener la migración a Estados Unidos e impulsar el desarrollo regional: al día de hoy ninguno de los objetivos se ha cumplido.


Así pues, comenzó a permear en el imaginario de la población un nuevo prototipo de héroe mestizo: el chicano, transfronterizo, pos-mexicano. El ideal encarnado de una modernidad que muy pronto anunció sus pesadillas.


Justo cuando la novedad de las literaturas transfronterizas colapsaba, el rostro de la vida real de la frontera, sobre todo la experimentada del lado de acá comenzaba a mostrar su faz sombría: las mujeres de Juárez hicieron su aparición en la conciencia nacional, desdibujando un proyecto de modernidad que mostraba ya su primera grieta y con ella la arruga de su vejez prematura. La otra fue la irrupción zapatista que desde el sureste mexicano recordaba el olvido al que el sueño moderno, pronto convertido en festín alcoholizado y violento, había confinado a las comunidades campesinas y pobres de México.


Hubo muchas especulaciones sobre las causas de los asesinatos de las mujeres de Ciudad Juárez. La única certeza fue que se organizaron pronto los familiares agraviados por las desapariciones de sus hijas, hermanas, primas, amigas o novias, y la indignación alcanzó un clamor popular que erigió una nueva identidad basada en la conciencia del agravio.


Hoy, tras los asesinatos impunes de las mujeres, aparece otra grieta más profunda que desdibuja el rostro carcomido de una modernidad impuesta: los 30 jóvenes asesinados en la misma ciudad por una banda de sicarios que vestían como “cholos”, esos otrora prototipos de la mitología moderna de la frontera –los nuevos prometeos que traerían el fuego de la civilización transfronteriza y la integración norteamericana–, aparecen reducidos a seres desarraigados que lo mismo les vale matar o violar de un lado de la frontera que de otro, con la única prevención de que en Estados Unidos sus crímenes no quedan impunes, cosa que no sucede en México.


Esos seres desarraigados, sin identidad, errantes, expulsados de sus lugares de origen por estar de sobra y por no tener condiciones mínimas para sobrevivir en un territorio hostil, sin oportunidades, migraron al otro lado de la frontera y en ella adquirieron una peculiar conciencia del odio, pero sobre todo de la indiferencia. Al regresar, en mera calidad de mercenarios, de sicarios que se alquilan al mejor postor –ya fuera con los señores feudales o con los cárteles de la droga en turno–, les da lo mismo hacer el trabajo sucio aquí o en cualquier otra parte.


Ante estos hechos, podríamos decir que la identidad mexicana como elemento cohesionador de una comunidad política ha quedado diluida, pero sería desde luego una exageración: el vínculo identitario prevalece entre nosotros bajo una conciencia mediocre que lo acepta todo en aras de aplazar su presente evocando un pasado supuestamente glorioso que en nada se asemeja a la podredumbre que tenemos en frente.


Tal conciencia desde luego es falsa, es pura y llana ideología: una representación falsa de nosotros mismos y de nuestro pasado que ha sido conformado con base en una serie de mitologías que la mayoría de las veces rayan en lo ridículo o en lo inverosímil.


La mentira se instaló desde siempre como el elemento ordenador de una identidad nacional descompuesta, que nació muerta desde 1821. Ahora ese mito, que ha quedado derruido en esos seres desarraigados de la frontera, auténticamente pos-mexicanos, se arrastra con la inercia propagandística que lo mismo celebra la guerra contra el narcotráfico o los doscientos años de historia apócrifamente mexicana.


Sin embargo, a partir de los fragmentos identitarios y de la mitología ramplona de una identidad mediocre, está emergiendo, desde hace mucho tiempo, una nueva identidad, basada en la conciencia del agravio que busca recuperar políticamente el sentido de una nación política y de un Estado que ahora se encuentra impotente y debilitado.


Alfonso Vázquez Salazar

Filósofo y académico de la UNAM

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